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21/7/12

siete

Estas cosas valen mucha plata, dijo mi abuela y mi tía C. me dijo que había una manera mejor de disponer los muebles en la habitación.

Era la habitación de un barco y nos escapábamos de algo terrible, algo terrible que había matado a mis otros parientes, de los que heredé esa cantidad de muebles llenos de cosas.

“Decirle cosa a una reliquia”. La verdad es que así les decía yo porque ahora eso era mío. No me gustaba decir que ese relojito había sido de mi tátara, o que esas botellitas eran pócimas de alguna bisabuela. Tenía la sensación de que el peso de esos muebles de madera oscura nos iba a mandar al fondo del mar, pero mi abuela y mi tía C. se habían puesto insistentes con la herencia y las reliquias y la antigüedad el precio el valor y la máquina de hacer chorizos así que metimos todo en el barco. Si esos eran tesoros seguía pensando en que el destino estaba en las profundidades, todos (las tres y el resto de los tripulantes) tapados de arena fangosa. Pero es una manía fundirnos con el universo de los objetos siendo que la abuela, la tía C. y yo estábamos sanas y salvas, tan tan sanas que discutíamos acerca de la disposición de los muebles.

El punto que les daba rabia era que no quería vender nada. Me parecía que si íbamos hacia Europa lo lógico era conservar todos los baúles, las valijas viejas, las tazas, las alfombras, los libros de páginas amarillentas, siendo que mi idea de Europa es que es un continente viejo donde conviene ir vestida de naranjita o bordeaux y no andar contaminando los ambientes con tanta pantalla led o muebles enchapados. No daba.

En el barco no éramos muchos. O más bien sería que el barco era enorme. Una cosa reluciente por donde miraras, y en los pasillos se habían instalado algunas personas con stands donde cambiaban sus cosas por dólares o euros u otras monedas sofisticadas. A una chica le compré un globo terráqueo con la plata que me dio la tía C. para que comprara nuestros lugares en los botecitos salvavidas.

No íbamos a hundirnos y si eso pasaba que se jodiera la tía C. y la abuela total ya estaban bastante viejas y en este viaje (cabe aclarar, en mi sueño) a mí me importaba todo tres mierdas. No una sino tres: que se hubieran muerto casi todos, la cuestión de la herencia y mi propia vida.

“En los albores de la vida la vida deja de tener sentido la vida los albores los árboles la savia la sangre” blablablá todo lo mismo en las bitácoras de viaje, esa sensación de habernos salvado del apocalipsis pero ir a la vez hacia el fin del mundo. De golpe me parecía que Colón se había equivocado y que en un rato nos caeríamos todos por el precipicio donde termina el coso que sostienen las tortugas y los elefantes. La tierra se volvía cuadrada, o plana, junto con nosotros, los superiores, los salvados, los elegidos por no sé quién.

Encomendarme a qué dios, pensaba y entre las hojas amarillentas buscaba a mi héroe clásico y a mi hechicera queriéndome encontrar a mí misma pero no encontré nada. Lo que pasó fue que se largó una tormenta con unas olas que nos tenían de acá para allá y nos pusimos todos medio verdes. Ante la inminencia del vómito me puse histérica. Lo bueno es que la tía C. y la abuela estaban a dieta así que en la panza no tenían nada más que gluten para devolver. No era tan drástico.

Mientras la gastricidad de los elegidos se precipitaba por la borda se me ocurrió que no era ninguna joda ser un elegido.

––Al menos si estuviéramos chupados ––me dijo un pibe que también andaba meta buscar algo en libros viejos. Le sonreí ya compuesta, el tipo parecía estar en ayunas, flacucho, no tenía con qué descomponerse y me dijo que el movimiento del mar le gustaba.

A mí me gustó él con su actitud antielegido (ya que los elegidos debíamos sufrir en los albores de la vida y en los recónditos espacios de la naturaleza allí donde las aves no vuelan y los peces no se atreven a etc etc). Donde nadie se atrevía a nada se nos ocurrió que si había un garaje abajo del barco como en Titanic podríamos ir ahí a empañar un vidrio para un plano en el que yo pasaría los dedos contra la ventanilla después de mostrar mis pechos.

No encontramos autos pero sí una bodeguita no tan añeja, más bien cosechas nuevas y nos gustó la idea de ser cadáveres exquisitos.

Entonces me desperté y estaba viva, en mi cama.

“No había ningún dinosaurio”