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21/8/12

doce

Que no bailaras era un problema, pero eso ya estaba hablando. Lo que yo no te dije es que me gustaba tanto la cerveza. Y que me gustaba tanto el champagne. Y los licores. Y el whisky, el único, el no pluralizable whisky, el EL.

Mi genio, mi sexy: vos me gustaste siempre más que todo. Pero hubiera sido hermoso besarte en la pista. Cuando pusieron los lentos ya era tarde.

Recuerdo de a flashes: me acerco (descalza, ¿dónde están mis zapatos?), vos decís ¿dónde están tus zapatos? Y yo me subo a los tuyos y estirando el cuello llego a tu mentón.

––Hoy te afeitaste ––te dije. Olías tan bien. Y me dejaste darte un beso. Bajaste tu carita fresca hacia mí. Dijiste algo de mi aliento. Entonces te empujé olvidándome de que mi estabilidad estaba en tu estabilidad. Mis patas sobre el charol limpito de tus zapatos.

Vos te vas para atrás y yo me caigo al piso. (Vuelvo al presente porque así me lo incrimina la conciencia laxa, masticada y sangrante). Doy contra alguien que sostiene una copa. Se derrama el contenido de la copa. Me caigo. Dos o tres manos se tienden para ayudarme, vos estás ahí, adelante, en el medio, ofreciéndome tu mano y yo tomo las de una chica. Está decorada con anillos que me hacen mal cuando me aferro. Tengo que mirar qué cara porta esas manos metalizadas. Es una prima tuya que me presentaste a la entrada cuando íbamos recién por el aperitivo. No le había visto las manos porque íbamos por el aperitivo. Lo que sí noté es que de las orejas le colgaban canutillos tornasolados e incluso su rubor parecía tornasol, y sus ojos… y sus labios. En alguna revista leí que hay que elegir: una de dos, los ojos o la boca para resaltar con el maquillaje.

––Tu prima me cae bien porque no lee revistas ––te comenté, abrazándola por encima de los hombros, como quien comenta en español neutro “por cierto, la cena estuvo deliciosa, el postre está en la nevera”, y luego se vuelve y dice “¿te gusta el flan, verdad?”.

Mi pregunta en ese momento fue qué le pasó a tu vestido, a una señora que se mantenía incrédula ante la mancha que oscurecía su vestido color salmón por la línea del ombligo. Estaba con las piernas entreabiertas como si meara, inclinada sobre sí misma mirándose el vientre que repasaba con una mano como para escurrir mientras con la otra sostenía la copa vacía.

––¿Qué es? ––dije y vos me tiraste del brazo. Vos mi amor mi no bailarín mi huele alientos mi nota olores, ahí me tiraste del brazo y recuerdo el pegote en las patas, con las luces de colores y la música que ya había dejado de ser tan lenta. Y las patas. Mías, tus zapatos, vos al oído preguntándome por los míos, aflojaste tu mano alrededor de mi brazo. Ahí levanté la mirada del piso. La caminata hasta la puerta como un chicle. Afuera hay árboles. Sí, porque todavía están, mi amor y te pedí danzante por favor que fuéramos hasta los árboles y pisé el pasto y te dije que no te habías movido en toda la noche y me dijiste que de mí también te llevabas una postal (yo pensé que jamás podría con una postal, como esas mujeres que firmaban sobre su propia foto "para Philip, Marion", no podría escribir una carta breve o algo así: acá desde el museo de ciencias naturales de La Plata los dinosaurios son más jóvenes que lo que pienso cuando me voy a acostar, siempre tuya, etc.). Y porque vos no bailaste, porque no te pude convencer, tampoco me ajusto a la síntesis aunque te quería decir que deberías bailar porque allá en los árboles te movías tan bien y allá en los árboles la música apenas llegaba como el ruido de los grillos, y qué sería de nosotros dos con música, de vos sin Nietzsche.