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9/8/12

nueve

Vino como una tormenta y en cambio era una noche estrelladísima. Y entró por la ventanita alta, un cuadrado de estrellas. Tantas en el mismo cuadrado.

Esto ya había pasado. Que las estrellas estuvieran todas juntas. Entonces parecía que algo se iba a potenciar. O parecía posible la idea de que el mundo saliera de alguna parte. (A veces pienso en eso)

Y fue una tormenta. Estaba encerrada y las nubes de la tarde, incluso el rosa de las siete y media, el naranja de los minutos después, habían sido parte de la habitación. Pero ahora sabía que yo estaba adentro y todo afuera. Y que no había forma más que un cuadrado. Por primera vez en el día me acerqué para ampliar el panorama. Sacar la cabeza aprovechando el grosor de la pared hasta la reja.

Para eso tuve que hacer fuerza con los brazos y dejar los pies colgando. Me estaba encogiendo. La conciencia de estar perdiéndome un planeta me contrajo primero las vísceras. Salió todo por la boca. Escupí sangre. Me dolió el cuerpo vacío de cuerpo. Estuve así varios días, y el visitante no lo notaba. Mi piel seguía pegada a mis huesos, aún del mismo tamaño, apenas perceptible el proceso que me hacía pequeña.

El visitante era un hombre hermoso. Recuerdo unos ojos negros en la oscuridad del día nublado que entraba por la ventanita alta. Imaginé que proyectaría una sombra larga. Porque era alto y jamás se sentaba. Me miraba desde arriba y como no lo soportaba más que unos segundos, apenas él entraba con el plato de comida yo me paraba y trataba de mirarlo de frente. Mi intención era competitiva, un desafío vago que no podía sostener porque él podía estar ahí sin decir nada y entonces yo empezaba a revolverme una mano con la otra como si fuera a encontrar un objeto de conversación.

Le dije lo del clima. Siempre lo del clima. Él nunca estaba cuando venían las estrellas. Siempre se iba apenas el cielo se ponía negro. Lo que yo decía eran todas alusiones al color gris. A veces me ponía rosa. Nunca fui naranja y tampoco pude acercarme más que para agarrar el plato de comida, que ya no probaba. Y aunque el atractivo del visitante era perfecto, justo, exacto (creo que si lo hubiera abrazado hubiera encontrado la comodidad y el placer de antes de nunca y de los futuros) mis cosas adentro de mí se iban poniendo compactas. Me daba la sensación de que me convertía en un frasco lleno de bolitas de vidrio y que al moverme, al intentar la sensualidad hacía ruido y algo podía romperse.

Quizá el visitante se haya dado cuenta. Porque en realidad no supe qué pensaba o qué quería. Sólo me alcanzaba el plato, siempre con la misma actitud neutral. Como un sirviente que tiene mil prisioneros más a los que alcanzarles un plato. Y al pensar en mil más el proceso se aceleraba, y entonces ya no fui capaz de pararme ni de mirarlo. Veía sus pies y sus manos cuando dejaban el plato sobre el piso. Luego sólo sus pies, mientras estaba ahí parado, después los laterales de los pies, después los talones, y luego estaba otra vez sola.

Cuando fui lo suficientemente pequeña pude trepar al zócalo y después ladrillo por ladrillo hasta la ventanita. Sentí el vértigo y un vacío tan chiquito que me pareció absurdo, después pasé entre los barrotes y me escapé.