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10/8/12

diez

Cuando las cosas a los costados empezaron a moverse traté de quedarme en el blanco. Lo imaginé como un dardo, luego como una línea punteada luego como la hipotenusa de un triángulo; traté de quedarme en la hoja que estaba leyendo. Pero pensé en triángulos. Pensé en tiro al blanco, pensé en patitos sobre una cinta automática a los que dispararles a cambio de un oso de peluche en un universo lleno de olor a algodón de azúcar.

Fue natural. Las cosas se empezaron a correr, con una lentitud a tempo, flotando hacia el rabillo del ojo. Tuve que moverme para que no me dieran en la cara.

Suspendidos en el aire los artículos, las lecturas obligatorias, las complementarias, un diccionario donde busqué la palabra oropéndola que había aparecido en un libro haciendo referencia a uno de los puntos de la escala viril (escala métrica). Yo pensaba en oropéndola, oropéndola: un pajarito grande. Y sin embargo las ideas de oropéndola y de tamaño y encuentro sexual en un baño público de Alemania (en una novela de Herta Müller) no las conectaba. Pensaba en péndulo y en oro. En redondez (yo hubiera pensando en ‘vagina’ o ‘ano’ y no en ‘pene’). Simplemente pensaba en un péndulo y recapacitando me perturbaba. Mientras tanto alrededor las cosas habían girado. Ahora estaba a mi derecha lo que estaba a mi izquierda. Me había pasado por atrás del cuerpo dejándome tiempo para que las olvidara y siguiera con el péndulo y los patitos en una feria yanqui.

Al final esto era una feria yanqui. En una montaña rusa paciente. O mejor la vuelta al mundo.

Agudizando el olfato, también estaba ese dulzor a azúcar puro, del fondo de la taza de un café sin revolver.

Ahora se revolvía. “Todo a su debido tiempo”. Yo sabía que el rigor era rigor y yo una hija. Tengo la seguridad tonta de que en algún momento se va a cumplir lo que me propongo. Y frente a mis ganas nulas de levantarme una vez más a buscar la cucharita que me había olvidado, ahora el tiempo se encargaba de revolver mi taza donde sólo había azúcar disuelta. Ascendía como una nube quizá como el algodón y con mucha pegajosidad. Una cosa membranosa.

Y al pensar en membrana pensé en manos pegajosas, en la escena de Müller. En las manos de los amantes. El uno dándole la espalda al otro que le aplastaba las manos contra la pared del cubículo. La pared del cubículo con humedad y mugre. Las manos con humedad y mugre. Los amantes. La humedad. La mugre.

También el dulzor y la suavidad rosada. Como en la niñez el placer de arrancar un puñado de copo de azúcar (de algodón de dulce, de la porquería), un puñado azaroso. Mucho o poco. Pero que como sea, entra.

Parasitario”.

Quizá estuviera demasiado mareada. Quizá todo es mentira. Qué tranquilidad. Todo.

Y en el engaño de los artículos críticos, de la elocuencia, del insomnio, del intrínseco fervor explicativo de que las cosas pasan porque uno está psicológicamente predispuesto y no que pasan porque sí y porque uno es un tipo más en la faz de la tierra donde si una mariposa, un terremoto… Quizá estuviera tan confundida que en realidad no supiera ya cómo manejar la mente y los sentidos para que todo se quedara quieto y entonces perdí el control. Y fue por eso, sí. Qué no. Que fue por eso y el cansancio. Y en realidad fue oropéndola. Por pensar en vaivén. Accedí a la experiencia sensible de estar balanceándome.