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21/11/12

veintiocho



Esperé a que todos estuvieran durmiendo en casa. Hay tres claves para poder hacer lo que quiero: que estén durmiendo, abrir la ventana y cerrar la puerta. Me aseguro de que no haya nadie despierto, cierro la puerta de mi habitación y me pongo mi vestido preferido. Está hecho un bollo pero al ponérmelo se estira y no parece arrugado. Me queda igual a cuando me lo compré, cuando tenía quince.
El problema son las medias. Por más que me las ponga de una forma u otra, no puedo disimular que están corridas. Me siento sobre la cama, frente al espejo. Las dimensiones de mi habitación son tan ajustadas que el espejo lo abarca todo. Ahí estoy yo. Mi pelo cada vez más largo me saca las ganas de vivir. Prepararme es un castigo. Lo hago un rodete, tomo una tijera que está sobre la mesita de luz y me recorto el flequillo. Casi que me talo la frente. Algún día me voy a pegar un hachazo arriba de las cejas en un intento de cambiarme y ese día, lo que va a pasar es que me voy a morir desangrada.
Me aburro de verme y dejo de mirarme. Llamo por teléfono al remís. Hablo bajito, me dicen que en seguida me lo mandan. Agarro los zapatos, apago las luces y salgo de mi habitación directo a la calle.
Cuando el auto llega lo saludo haciendo señas exageradas para que no toque bocina. Odio tener que cuidarlo todo, quisiera salir como quien sale por la puerta y ya, con los zapatos puestos. Ruido que hago, cosa que podría arruinarlo todo.
Subo al auto y le digo que voy al centro. Los asientos están plastificados. Armado contra chicas que vomitan en los coches. Yo no soy de esas chicas. Yo soy de las que cuando se sienten mal reprimen hasta el vómito.
Calladita la boca, miro por la ventana e intento no cruzar mi mirada con la del conductor. Me apoyo fingiendo que estoy sumida en algo con la esperanza de que el tipo no haga ningún comentario.
––Linda noche, eh. Fría pero linda, ¿no?
––Bastante fría ––digo.