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7/11/12

veinticinco


El  amante colecciona vidrios. Lámparas, mamparas, espejos, peceras, sifones, adornos. Vidrios. Conecta las lámparas en serie, en degradé de colores. Todos los colores son amarillos, más o menos amarillos, y los cables de las conexiones surcan la habitación ramificándose desde la entrada, donde el cable madre que viene desde la cocina impide cerrar la puerta.
La habitación del amante tiene demasiadas luces. A Franza le parece un  juego, una anti-intimidad más, ahí donde la puerta no se cierra. No deja de ser un ambiente seguro.
––Sos mi amante ––le dijo una vez–– amante amante amante.
Mientras le daba besos lentos en un hombro.
 Y el amante le dejó la llave para entrar a su casa siempre que quisiera. Es la primera vez que ella entra y él no está. Puede mirar la colección de cosas transparentes y translúcidas relajada porque nadie más la mira, aunque la habitación esté llena de lentes.
Quizá podría inspeccionar la habitación a través de cada lente. El amarillo envejecería las cosas. El amante maduraría, tendría una habitación madura, avejentada, amarillenta.
Las colecciones hacen que Franza se olvide de los años. Mira el sepia, mira las etiquetas amarronadas, los dibujos delineados de pardo. Pero los vidrios no tienen más que el otro lado del vidrio, donde siguen las habitaciones, donde aumentan los tamaños: ilusiones y realidades ópticas.
Tiene que caminar con cuidado de no llevarse con sus pies ningún cable. Las conexiones llevaron trabajo. Los vidrios siempre están limpios. Franza admira cómo el amante mantiene su pasión actualizada. Odia las manías y se sorprende de no odiar esa de juntar vidrios. En esa habitación no puede quedarse tirada en cualquier parte: por la electricidad, por los filos. Así que se sienta en la cama deshecha.
 El amante tendrá otros amantes. La cama aún sigue siendo el lugar más seguro. La cama es el punto mínimo, el punto justo en la mitad del diámetro de esa esfera, esa casa, esa habitación que la engloba, que le quita las aristas.
Se saca la ropa y se mira las manos. Su cuerpo opaco. Pedacitos de su cuerpo en los espejos, al acercarse: sus ojos.
El amante nunca va a atravesar la puerta. Ni el vidrio, ni el cuerpo, ni los ojos. No sin lastimarse, no sin lastimar a alguien.
Es hermoso no ser parte de una colección. Y estar desnuda esperando.