en orden::::::::::::::

30/4/13

cuarenta y seis



   Yo estaba ahí tratando de escribir algo en la cama y me di cuenta de que se acabó el erotismo.
   Le dije se acabó el erotismo. Para mí, claro. No, en realidad quiero decir que se acabó mi material, se hizo viejo y murió, algo así.
   Se me hace ridículo y difícil hablar de eso de escribir yo. Venía usando imágenes que tengo en la cabeza, más o menos conocidas, más o menos vistas. Pero ahora no, ya no puedo. Me bajaron como de un gomerazo, y cuando pienso en momentos anteriores no puedo ver lo erótico, porque me parece que traiciono algo.
   Se acabó el erotismo, escuchame, le dije y el otro me miró. Pero por qué, me dijo sin darme pelota. Él revisaba sus papeles, porque él sí puede escribir aún y no se le acaba el erotismo nada y si se le acaba me da una orden, por ejemplo me dice pendeja ahora ponete a dormir. Yo le digo que no quiero y él me dice que me ponga a dormir que ya es tarde, entonces yo me estoy por poner a dormir, le doy la espalda y se acerca. Después escribe algo así y lo escribe mucho mejor que yo.
   Será por eso que se me acabó el erotismo, por envidia, digo. Porque lo miro con un odio, a veces. De verlo revisar los papeles y hojas y hojas y hojas y hacer anotaciones y siempre tener una cosa nueva para decirme, una cosa nueva de esas memorables, por eso lo odio y me calienta también, por original y por amante.
   Porque encima me volvió una traidora. En realidad me dio la posibilidad de volverme una traidora, y yo estoy todo el día pensando si será o no será traición si por ejemplo pongo en un personaje de un texto todos sus rasgos, los lindos y los asquerosos. Pero no se lo pregunto porque con ese hombre no se puede ni hablar de literatura que ya te habla de la propia vida y es por eso que termino confundiéndome y pienso que es traición.
   Mirá cómo me libero, pelotudo.
   Escribo uno de esos detalles memorables de esa vez que no me podía dormir y empecé a ponerme nerviosa. Me quería ir a casa, no sabía si taparme o destaparme, si correrme para el sillón, y al final agarré de la biblioteca los cuentos completos de di Benedetto porque el otro me dijo que iban a servirme para la escritura, o qué se yo. Bueno, ahí yo no tenía ni una pastilla para dormir que tomarme ni tanta confianza como para servirme algo en la cocina, tenía, según él, plena libertad ahí, en el estudio y en la biblioteca, pero del resto no había dicho nada. Cuando me levanté para ir al baño incluso me sentí un poco intrusa. La cuestión es que cuando el otro se despertó se dio cuenta de que yo no estaba y me vino a preguntar si estaba paranóica. Paranóica fue la palabra que usó y yo dije que sí. Entonces él dijo esa cosa que me parece memorable, de que imaginara que el ruido del ventilador era una turbina y que yo estaba en un avión de viaje a donde quisiera. En vez de imaginarme eso me imaginé que el colchón era la alfombra de Aladín, pero lo hice como si hubiera acatado una orden, y me quedé dormida.
   Se me ocurrió, el otro día, que podría escribir algo titulado La muerte del (algo). La muerte del “otro” queda muy feo. Pero la muerte de él, que se muere y que me deja de una vez en paz la cabeza para escribir sin parecerme que estoy usando lo que no debiera, o algo así. Porque esto es la escritura forzada, empujo un cúmulo de cosas hasta el texto y quedan desacomodadas como un tetris pero así parece que al menos no fue mi intención, sino que se me escaparon, nada más que un borrador y listo. Y lo titulo la muerte del corrector, la muerte de la biográfica, la muerte del potencial plagiado, la muerte del proporcionador de ideas sobre la muerte.
   Y yo estaba ahí tratando de escribir algo y el otro me responde “pero por qué”. Pero por qué no te morís, le digo, y levanta la vista. Pero por qué no te morís qué, me dice y le digo vos morite, vos. Y el tipo se lo toma como que lo estoy buscando o algo y me dice que no me haga la intelectual con la lapicera en la mano sentadita en la cama así. Sentadita así. Y me le acerco, y el tipo se lo toma como que tengo ganas, y por fin deja los papeles en la mesita de luz y se saca los anteojos. Se acomoda y me pregunta si le voy a mostrar mi cuentito, y yo le digo que ahora le voy a mostrar mi cuentito. Cierra los ojos, me siento encima suyo y le miro las facciones lindas y las más asquerosas. Me parece que a él mi silencio le gusta, antes de que empiece  a leer.
   Estiro el brazo y agarro sus papeles y leo en voz alta el título y la primera línea y él sin abrir los ojos hace un gesto de sorpresa, una sorpresa lenta y reconfortante: Son sus propias palabras. En boca de un narrador minucioso que arma un cigarrillo con filtro de carbón, que pide fuego a una mina que anda por el Once, que cuando se aleja le mira el culo, increíble, de antología. Se excita, el otro, el otro de él mismo y él mismo en mí y ahí sentadita yo, hecha una intelectual con la lapicera en la mano.  Me le tiro encima y se la clavo en un ojo, con fuerza, con mis piernas a los costados de su cuerpo, lo tengo para que me diga qué hacés, enferma mental y por qué. Y por qué, ¿y pero por qué? Y lo dice él y yo repito y por qué y por qué y pero por qué y por qué y con la lapicera no hacés nada por qué no te morís de una vez y entonces corro y atrás (pido a las musas) su ansiado cadáver y qué decirles, yo, nada, más, estaba, viendo, si, me, inspiraba. Y. Mis. Intenciones. Son. MÍAS: Por
 fin :
Mi algo.

2 comentarios:

Chancho Piluqui dijo...

Me gustó mucho esto que leí. No sé cuándo ha sido escrito, tampoco sé si sigue activo, pero ha sido una agradable sorpresa, sépalo. Ahora, con su permiso, voy a hacer un poco de lectura retroactiva.

Salud.

Anónimo dijo...

Me pareció genial, motivador y con una gran chispa de creatividad. Seguí así, nunca dejes de escribir y publicar que me encanta leerte. Sos una chica maravillosa, asi surgen los grandes escritores