No tenía ganas de hablar. Me dijo que antes de irse a dormir
se le había ocurrido que hoy podríamos tomarnos el micro ahí donde nos bajamos
siempre cuando venimos a casa.
––Para ver lo que hay después.
––¿Después de dónde?
––De dónde va a ser, tarada.
Estaba sentada en el bordecito de la mesada con los pies
sobre el horno apagado. Parece que no hubiera sillas en esta casa más que para
usarlas cuando tenemos que cambiar un foco, colgar un cuadro o matar una araña
en el rincón del techo y cosas así. Cuando hay una araña ella lleva una de las
sillas y se sube. Aun así tiene que ponerse en puntitas de pie y los gemelitos
se le ponen redondos. Tac, le da a la araña con una zapatilla, a mí me da
escalofríos y jamás podría hacerlo. Ella dice que no puedo hacer nada útil y
que nada más le lleno la casa de flores y pelotudeces.
Sé que no tiene ganas de hablar por cómo está. Con el pecho
cerca de las rodillas prendiendo fósforos. Frota uno contra la cajita, con
fuerza una sola vez y ya se prende. Hay un ruido de fuego prendiéndose que
escuchamos las dos atentas. Ella lo mira de cerca y después sopla. Tira el
fósforo al suelo y saca otro de la caja. Después lo enciende.
Cuento 15 fuegos que se prenden, y no sé cuántos fósforos
quemados más que prendió antes de que me levantara.
––¿Y dónde termina el recorrido del micro que nos trae a
casa?
––No sé. Muy lejos.
––¿En Ensenada?
––¿Necesitás que le busque un nombre a ese lugar para que te
quedes tranquila? Se llama Gran Fragata.
Como los fósforos.
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