Me dijo apretá fuerte y apreté. Me pareció que sacaba todas
mis fuerzas, te juro, para apretarlo. Pero cuando me sacó el algodón y tocó
alrededor del puntito, volví a sangrar.
Ahí me preocupé, viste. Me pareció que si no coagulaba me
iba a poner como un papel. Y no me gusta, porque llego a alguna parte y siempre
hay un pelotudo que te pregunta qué te pasa que tenés esa cara. Por eso volví a
apretar fuerte, mientras pensaba en la cantidad de horas que tardaría en salir
toda la sangre de mi cuerpo por ese agujerito en mi brazo.
Mientras, él fue poniendo mi sangre en tres tubitos. En la
jeringa parecía negra, te digo: se me dibujó el cuerpo humano con las venitas
todas negras como en los manuales viejos de anatomía. Cuando volvió a retirar el algodón y tocó alrededor del puntito
volví a sangrar. Ya está, yo acá me quedo blanco y negro, pensé.
El tipo me miró, me dijo seguí apretando, se dio vuelta y
agitó los tubitos. Entonces vi el rojo, el rojito chorreante, como tiñendo el
vidrio.
––Soy un poco exagerada ––le dije. Y ahí nomás se dio
vuelta, con una cara de tierno, te juro. Quién diría que el viejo trabaja con
tubos de sangre, agujas y esas cosas. Se dio vuelta y retiró el algodón, probó
una vez más y sangré. Entonces me apretó fuerte. Unos minutos. Me sostuvo la
mirada.
––Es normal, querida ––dijo.
Pero yo sentí la fuerza, la del viejo, era otra.
Sentí que él apretaba mucho más fuerte que yo. Hizo que se
esparciera el olor al alcohol. Y yo en ayunas, sentí ese olor, nada más eso.
Nunca, te juro, nunca iba a hacer que pare de sangrar ese
puntito yo sola.
Ser un poco exagerada es normal.
Querida.
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